La primavera había arrancado muy extraña. Las mañanas eran
despejadas y soleadas, pero muy frías. Sin embargo, eso no era impedimento para
salir a caminar bajo el cielo más azul que jamás había visto en mi vida. En el
noticiero de la tele, en la sección del clima, siempre recomendaban salir
abrigados. Pero esta mañana era diferente.
Una remera y un jean fueron más que suficientes para
encarar el día. El mundo esperaba allá afuera sin importar el viento frío. Una
cinta roja sirvió para recoger los mechones de cabello que caían sobre mi cara.
Llaves en mano, nos echamos a andar por la vereda Felipe y yo.
Felipe era mi mejor compañero de caminatas. No había reclamos
y, por el contrario, él siempre quería caminar más. Olfatear más. Explorar más.
Y no reclamaba ni tiempo ni lugar. Me miraba con sus ojitos bien redonditos
como diciéndome lo feliz que estaba mientras su colita representaba
perfectamente esa felicidad.
Salir a caminar se había convertido poco a poco en el
hábito más maravilloso de mi vida. De verdad, ahora que lo pienso, jamás antes
había caminado tanto. Y es que no se trata solamente de tomarlo como un
ejercicio básicamente físico; es que caminar puede convertirse también en un
ejercicio mental y espiritual que va más allá de lo imaginable.
En eso se habían transformado mis caminatas, en un
verdadero ejercicio de vida. Podría caminar por horas sin percatarme del
tiempo. Caminar sola, en absoluto silencio, absorta en mis conversaciones
conmigo misma. Mirando de vez en cuando a mi alrededor cada detalle que, por el
apuro de vivir, había pasado por alto. Es como si estuviera descubriendo que
existe todo un mundo lleno de colores y olores que no había percibido antes.
Podía hacer largas oraciones que terminaban siempre en
extensas conversaciones con Dios, porque al Dios en el que yo creo, le encantan
esos cuentos que yo le cuento.
¡Y hasta capaz y me responde!
Lo cierto es que este lujo de caminar por la vida sin mayores
expectativas solo lo podía compartir con mi Felipe, mi compi trueno de cuatro
patas, mi siempre dispuesto y animado compañero.
Con Felipe he aprendido unas cuantas cosas de andar por ahí
pateando calles. Una muy importante es la que tiene que ver con la paciencia. Sí,
porque aunque yo creí que tenía clara esta materia en mi clase de Cómo aprender
a tener paciencia y no morir en el intento, pues no era tan así.
Salir a pasear con un perro significa atender sus
necesidades, que en realidad son pocas y básicas, pero son sus necesidades y
eso implica despegarse de las necesidades propias para ser respetuoso y
comprender lo que el perro requiere.
Eso tiene que ver con sensibilidad y, aunque yo juraba que tenía
claro el concepto de sensibilidad, estaba muy equivocada. Un perro no puede
transmitir con palabras sus necesidades, pero si eres suficientemente sensible,
podrás comprender claramente lo que quiere decirte y cómo se siente.
¡Es increíble que podamos ser capaces de comunicarnos con
un perro a través de la sensibilidad, pero que no seamos suficientemente
sensibles como para lograr comunicarnos entre humanos, ni siquiera cuando
manejamos un montón de palabras que, justamente en los momentos decisivos de la
vida, se hacen tan inútiles e insuficientes!
Ahora que lo pienso, desde que Felipe llegó a mi vida, se convirtió
en mi compi trueno y han sido muchas las lecciones que he estado aprendiendo y
poniendo en práctica junto a él. Pero la lista continúa siendo larga porque aún
hay muchas cosas que descubrir a través de mi compi trueno.
Los espacios de silencio mientras caminamos juntos, son mis
preferidos. Son justamente esos momentos en los que mi mente se queda quieta y
puedo pensar despacio en cualquier cosa. “Compi trueno” fue como le escuché a
una chica llamar a su perrito y me pareció que así era Felipe, tan leal como el
mejor de los compañeros y tan fuerte como un trueno. Felipe suele caminar relajado a mi lado como
si supiera que necesito de esos silencios para ordenar mi vida. Me deja pensar
y en el momento justo, se las ingenia y de la nada, reímos juntos.
Felipe es la prueba fehaciente de que el amor más puro y
desinteresado es posible que exista. Lo he leído en montones de publicaciones
acerca de los perros y sus cosas. No es difícil lograr identificarse con la
manera de ver la vida desde los sentimientos de mi compi trueno. Para él, todo
es muy simple y se remite a despertar cada día convencido de ser amado,
dispuesto a entregar todo el amor que hay en sus diez kilos de existencia;
comer, salir a la calle a hacer sus necesidades y encontrarse con sus amigos de
la vereda. Morir de angustia cuando sabe que se va a quedar un ratito solo en
casa y resucitar de alegría cuando siente nuestros pasos acercarse a la puerta.
Para compi trueno la vida es una constante entrega de amor sin fin, solo comparable
con la cantidad de pelitos suyos que se van arremolinando en los rincones de la
casa.
Pienso que así debería ser el amor entre los humanos que
dicen amarse. No debería haber necesidad de explicarlo tanto, o de exigir tantas
razones que justifiquen el por qué me amas o el por qué te amo. Debería ser así
de simple, amarse y ya. Hacer silencio sin sentirse culpable. Ni sentir culpa
por ocupar espacios de la mente en otras cosas que no sea el “sujeto del amor”.
Comprender que para amarse no necesitamos espacios lejos el uno del otro, que
con el espacio compartido es suficiente para hacer un poco de espacio para cada
quien.
Deberíamos aprender que necesitarnos no nos pone en situación
de desventaja ni mucho menos nos tiene que convertir en personas vulnerables.
Necesitar al otro y que el otro nos necesite, es una comunión maravillosa. Es
amor. El error está en la necesidad de intelectualizar constantemente el amor, privándolo
de lo más básico: la sensibilidad.