lunes, 24 de octubre de 2022

Compi trueno y yo


La primavera había arrancado muy extraña. Las mañanas eran despejadas y soleadas, pero muy frías. Sin embargo, eso no era impedimento para salir a caminar bajo el cielo más azul que jamás había visto en mi vida. En el noticiero de la tele, en la sección del clima, siempre recomendaban salir abrigados. Pero esta mañana era diferente.

Una remera y un jean fueron más que suficientes para encarar el día. El mundo esperaba allá afuera sin importar el viento frío. Una cinta roja sirvió para recoger los mechones de cabello que caían sobre mi cara. Llaves en mano, nos echamos a andar por la vereda Felipe y yo.

Felipe era mi mejor compañero de caminatas. No había reclamos y, por el contrario, él siempre quería caminar más. Olfatear más. Explorar más. Y no reclamaba ni tiempo ni lugar. Me miraba con sus ojitos bien redonditos como diciéndome lo feliz que estaba mientras su colita representaba perfectamente esa felicidad.

Salir a caminar se había convertido poco a poco en el hábito más maravilloso de mi vida. De verdad, ahora que lo pienso, jamás antes había caminado tanto. Y es que no se trata solamente de tomarlo como un ejercicio básicamente físico; es que caminar puede convertirse también en un ejercicio mental y espiritual que va más allá de lo imaginable.

En eso se habían transformado mis caminatas, en un verdadero ejercicio de vida. Podría caminar por horas sin percatarme del tiempo. Caminar sola, en absoluto silencio, absorta en mis conversaciones conmigo misma. Mirando de vez en cuando a mi alrededor cada detalle que, por el apuro de vivir, había pasado por alto. Es como si estuviera descubriendo que existe todo un mundo lleno de colores y olores que no había percibido antes.

Podía hacer largas oraciones que terminaban siempre en extensas conversaciones con Dios, porque al Dios en el que yo creo, le encantan esos cuentos que yo le cuento.

¡Y hasta capaz y me responde!

Lo cierto es que este lujo de caminar por la vida sin mayores expectativas solo lo podía compartir con mi Felipe, mi compi trueno de cuatro patas, mi siempre dispuesto y animado compañero.

Con Felipe he aprendido unas cuantas cosas de andar por ahí pateando calles. Una muy importante es la que tiene que ver con la paciencia. Sí, porque aunque yo creí que tenía clara esta materia en mi clase de Cómo aprender a tener paciencia y no morir en el intento, pues no era tan así.

Salir a pasear con un perro significa atender sus necesidades, que en realidad son pocas y básicas, pero son sus necesidades y eso implica despegarse de las necesidades propias para ser respetuoso y comprender lo que el perro requiere.

Eso tiene que ver con sensibilidad y, aunque yo juraba que tenía claro el concepto de sensibilidad, estaba muy equivocada. Un perro no puede transmitir con palabras sus necesidades, pero si eres suficientemente sensible, podrás comprender claramente lo que quiere decirte y cómo se siente.

¡Es increíble que podamos ser capaces de comunicarnos con un perro a través de la sensibilidad, pero que no seamos suficientemente sensibles como para lograr comunicarnos entre humanos, ni siquiera cuando manejamos un montón de palabras que, justamente en los momentos decisivos de la vida, se hacen tan inútiles e insuficientes!

Ahora que lo pienso, desde que Felipe llegó a mi vida, se convirtió en mi compi trueno y han sido muchas las lecciones que he estado aprendiendo y poniendo en práctica junto a él. Pero la lista continúa siendo larga porque aún hay muchas cosas que descubrir a través de mi compi trueno.

Los espacios de silencio mientras caminamos juntos, son mis preferidos. Son justamente esos momentos en los que mi mente se queda quieta y puedo pensar despacio en cualquier cosa. “Compi trueno” fue como le escuché a una chica llamar a su perrito y me pareció que así era Felipe, tan leal como el mejor de los compañeros y tan fuerte como un trueno.  Felipe suele caminar relajado a mi lado como si supiera que necesito de esos silencios para ordenar mi vida. Me deja pensar y en el momento justo, se las ingenia y de la nada, reímos juntos.

Felipe es la prueba fehaciente de que el amor más puro y desinteresado es posible que exista. Lo he leído en montones de publicaciones acerca de los perros y sus cosas. No es difícil lograr identificarse con la manera de ver la vida desde los sentimientos de mi compi trueno. Para él, todo es muy simple y se remite a despertar cada día convencido de ser amado, dispuesto a entregar todo el amor que hay en sus diez kilos de existencia; comer, salir a la calle a hacer sus necesidades y encontrarse con sus amigos de la vereda. Morir de angustia cuando sabe que se va a quedar un ratito solo en casa y resucitar de alegría cuando siente nuestros pasos acercarse a la puerta. Para compi trueno la vida es una constante entrega de amor sin fin, solo comparable con la cantidad de pelitos suyos que se van arremolinando en los rincones de la casa.

Pienso que así debería ser el amor entre los humanos que dicen amarse. No debería haber necesidad de explicarlo tanto, o de exigir tantas razones que justifiquen el por qué me amas o el por qué te amo. Debería ser así de simple, amarse y ya. Hacer silencio sin sentirse culpable. Ni sentir culpa por ocupar espacios de la mente en otras cosas que no sea el “sujeto del amor”. Comprender que para amarse no necesitamos espacios lejos el uno del otro, que con el espacio compartido es suficiente para hacer un poco de espacio para cada quien.

Deberíamos aprender que necesitarnos no nos pone en situación de desventaja ni mucho menos nos tiene que convertir en personas vulnerables. Necesitar al otro y que el otro nos necesite, es una comunión maravillosa. Es amor. El error está en la necesidad de intelectualizar constantemente el amor, privándolo de lo más básico: la sensibilidad.

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