jueves, 10 de noviembre de 2022

 


Rojo carmesí


Cuando era una niña siempre escuchaba a la gente mayor que me rodeaba, decir que la juventud era una cosa que se iba muy rápido. A mi me parecía que eran exageraciones y que ese "maravillosos regalo" del que hablaban todos, era para siempre. Hasta que descubrí que no es así y que sí, la juventud tiene fecha de caducidad aunque en los tiempos que vivimos, lo asumamos desde otras perspectivas muy diferentes y mucho más optimistas.

Por ejemplo, soy una mujer de 52 años muy distinta a como eran las mujeres de la misma edad cuando yo era niña. Y es que son contextos históricos diferentes que nada tienen que ver uno con el otro. He ahí la evolución de las perspectivas que cada quien tiene sobre lo que significa la juventud y la vejez en la actualidad.

Yo no suelo pensar mucho en este tema porque además estoy rodeada de mucha gente muy joven, comenzando por mis hijos, y siempre he sido vanguardista lo que me ha permitido mantener una mente activa para estar a la par de los tiempos que ocupo. 

Sin embargo, la realidad es que el cuerpo va envejeciendo con el paso del tiempo y me cayó la locha cuando caminaba a buscar a mi hijo al colegio con el reloj en contra. Iba casi corriendo cuando la vi ahí, como suspendida en el aire, caminaba muy lentamente bajo el tibio sol de la tres de la tarde. 

Ya la había observado antes en alguna vereda del barrio, siempre me atrajo la serenidad de su andar. Pero esta vez fue otra cosa. Caminaba mucho más lento que de costumbre. Su delgada y diminuta figura se perdía entre la seda de su blusa beige, impecable, como impecable era su cabello bien arreglado. 

Ella seguro fue muy bella porque aún quedaban rastros de esa belleza en su existencia a pesar de unas muy indiscretas líneas de expresión que se asomaban para delatar el paso del tiempo en su rostro. Un rostro muy blanco, se podría decir que casi pálido pero que recobraba vida en el carmesí de sus labios. Sí, estoy segura que ella aún guardaba en su memoria la sensualidad del color rojo carmesí en sus labios muy a pesar de las traviesas arruguitas que se empeñaban en sabotearla.

Su voz surgió casi ahogada por el sofoco que le producía el calor y tuve que acercarme más para escucharla. "¿Me podés cruzar la calle?" preguntó con una dignidad solemne y yo, que llevaba las agujas del reloj empujándome sobre la vereda, la miré y simplemente asentí. "Llegaré tarde, pero no puedo dejarla", pensé y en fracción de segundos mil pensamientos se arremolinaron en mi cabeza.

Ella hablaba muy lentamente, tan lento como sus pasos. De cerca era mucho más elegante de lo que podía apreciar a lo lejos. Aferró su brazo delgadísimo al mío y un ligero temblor en sus dedos quedó al descubierto. Eran unos dedos muy largos y huesudos, muy blancos.

Yo, acostumbrada a caminar como si el mismisimo diablo me persiguiera todo el tiempo, tuve que bajar la velocidad aún más de lo que creía que la había bajado estos últimos años de mi vida. Caminamos muy juntas y esperamos que el semáforo nos diera permiso para cruzar. La llevé a la otra esquina y ella, con su voz suave y llena de mucha dignidad, me agradeció que la ayudara. Me miró a través de sus cristales oscuros y sonrió. 

La miré caminar y me imaginé a mi misma así como ella, porque indefectiblemente eso es lo que me va a suceder. Mi cuerpo va a envejecer porque es la naturaleza humana. Porque es ley de vida. Porque es así por muchas horas que le dedique al pilates. Caminé tranquila al colegio, sin apuros, mi hijo me estaba esperando feliz y yo lo sabía. No había nada de qué preocuparse en ese momento.

Total, aún faltan unas cuentas lunas para cruzar esa calle apoyada del brazo de otro.

Mientras tanto, coloreo mi labios de rojo carmesí.






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